La vuelta al mundo en
una bicicleta
A la hora de hacer
una película animada, a Sylvain Chomet le gusta imaginar que el público que
concurra a verla pueda ser capaz de observar a los animadores haciendo su
trabajo. Que hay algunas películas en que es posible ver a los animadores
aburridos, bostezando y mirando todo el tiempo el reloj. Y otras en las que la
energía de los dibujantes atraviesa la pantalla hasta llenar la sala,
permitiéndoles compartir la magia de ese momento a los espectadores. Eso fue lo
que escribió Chomet en un artículo publicado por el New York Times justo antes
de la entrega de los Oscar de este año, premio por el que competía como
director de Las trillizas de Belleville. Y eso es lo que justamente demuestra
su obra, una película de animación sin prejuicios, que se toma todo el tiempo
del mundo para contar su historia y, mientras lo hace, la magia de sus dibujos
permite compartir la fascinación por ese momento único en que un universo es
animado para su disfrute.
El último gran
fenómeno del cine europeo y la película francesa más vendida al exterior en los
últimos tiempos, Las trillizas de Belleville es obra de un dibujante e
historietista francés devenido director de cine de animación. Fanático confeso
del trabajo del británico Nick Park, el japonés Hadao Miyasaki y el
estadounidense John Lasseter, Sylvain Chomet apunta a convertirse en el nuevo
autor de lo que él llama una tercera vía de la animación. La de aquellos que no
piensan en el estilo Disney ni en el de la animación televisiva, que piensan en
la obra antes que en el público, que a la hora de pensar en sus películas no
piensan solamente en los niños. Algo que sucede con todos los directores
nombrados anteriormente, pero aún más en la película de Chomet. Luego de haber
trabajado para Disney en Canadá, Chomet parece haber conseguido con Las
trillizas... un lugar propio dentro del mundo de la animación más personal. Y
lo hizo con un debut en el largometraje que fue aclamado el año pasado en el
festival especializado de Annecy, pero también fue unánimemente celebrado en
Cannes, y que llegó a ser nominado al Oscar compitiendo con un megaéxito como
Buscando a Nemo.
Exhibida en el último
festival de cine porteño, Las trillizas... arranca como una celebración de la
animación más tradicional, aquella en blanco y negro de los hermanos Fleischer
y de Betty Boop. Pero rápidamente deviene en casi una versión animada del más
clásico humor del cine francés, con Jacques Tati como abanderado. Su verdadero
trío protagónico es el integrado por Madame Souza, un nieto ciclista y un perro
torpe y querible llamado Bruno. A la megalópolis del título –Belleville–
llegará primero el nieto, casi directamente desde una carrera de bicicletas que
recuerda al Tour de France, y detrás de su pista irán abuela y mastín. Y una
vez allí se encontrarán con las trillizas, un trío de avejentadas hermanas
musicales, con basquetbolistas atrapados dentro de sus largos cuerpos –como
bien las describió el director–, y un espíritu joven a pesar de los años.
Obra de climas y
personajes, Las trillizas de Belleville es una película descriptiva antes que
narrativa, que ofrece una visita a un mundo regido por otras leyes. La de la
observación asombrada y cómplice antes que la del espectáculo vertiginoso, aun
cuando su visión asegure un espectáculo para los ojos. Prácticamente muda, su
historia se va presentando con mucho garbo y bastante ingenio. Hay un estudio
de personajes familiares y también la trama de un secuestro, y detrás de todo
eso el tesón de Madame Souza, la torpeza de Bruno y el universo personal de las
trillizas, cuyas historias constituyen el principal encanto de una película muy
particular, a la que es muy fácil querer y difícil no entregarse a disfrutar. Y
que sería limitado describir apenas como un dibujo animado para adultos. Lo es,
claro. Pero simplemente por no querer limitar su capacidad de observación, su
temática y sus referentes a la hora de ponerse a dibujar.
La historia se cuenta
casi sin palabras. Un niño huérfano y triste criado por su abuela, Madame
Souza, en la Francia de los años 50, descubre que le encanta andar en triciclo.
Unos diez años más tarde el chico es un joven ciclista con las piernas llenas
de músculos, listo para participar en el famoso Tour de France, considerado el
circuito más duro del planeta. Pero cuando se cansa en la mitad del recorrido,
es secuestrado por un misterioso camioncito. Madame Souza, con la ayuda de
Bruno, su perro gordo y flatulento, sigue las pistas que van dejando los
secuestradores de su nieto. Y cuando un barco lo lleva hacia la enigmática
ciudad de Belleville, la persecución arranca. En Belleville, la señora (que es
capaz de hacer música con la rueda de una bicicleta), es ayudada por un trío de
hermanas que eran famosas cantantes cuatro décadas antes: las trillizas de
Belleville.
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